26 marzo 2012

La ruptura del pacto social

MANUEL DE LA ROCHA | 23/marzo/2012
Nuestro país se incorporó tarde al proceso de construcción del Estado de Bienestar. El atraso económico y la dictadura impidieron que España participara de lo que se llamó el “pacto keynesiano” que tras la Segunda Guerra Mundial alcanzaron en Europa la izquierda y la derecha, socialdemócratas y democracia cristiana, y que incluía como elemento central la presencia de sindicatos fuertes y el reconocimiento de la negociación colectiva como instrumento frente a la desigualdad en las relaciones de producción, llegando en algunos países hasta la “cogestión” en las empresas.
En España, el franquismo había eliminado a los sindicatos, sometiendo a los trabajadores a la dictadura del capital y aquel pacto no pudo llevarse llevó a cabo hasta la Constitución de 1978, consensuada entre la derecha y la izquierda,  que constituía a nuestro país en un “Estado social y democrático de Derecho” (Art.1.1), en el que los sindicatos son pilares inexcusables para la defensa de los intereses de los trabajadores (Art.7), garantizándose el derecho a la negociación colectiva y a la huelga (Arts.37.1 y 28.2).
Sobre esta base común los sucesivos gobiernos de la transición fueron promoviendo las leyes básicas reguladoras del conflicto social, fundamentalmente el Estatuto de los Trabajadores y la Ley Orgánica de Libertad Sindical (LOLS), buscando un equilibrio entre capital y trabajo cuyos elementos centrales eran la libertad de mercado y de empresa, la negociación colectiva como vía de regulación de las condiciones de trabajo y la mejora progresiva de la situación de los trabajadores. Contemplando, además, la participación de los sindicatos en distintas funciones y órganos del Estado, para garantizar el “salario social”: pensiones, sanidad, educación, vivienda, etc.
Ese pacto social ha quedado drásticamente truncado con la reforma laboral aprobada por el Gobierno del PP, con una profunda ruptura del equilibrio en las relaciones de trabajo, imponiendo un cambio de modelo que otorga a los empresarios un poder de disposición sobre salarios y condiciones de trabajo como no tenían desde el franquismo.
Ante todo la reforma  pretende una generalizada devaluación salarial.  El Gobierno, al no poder recurrir a la devaluación monetaria, opta por una mejora de la productividad del sistema sobre las espaldas de los trabajadores vía disminución de los costes laborales. Son muchas las medidas que con este objetivo se incluyen: la  prioridad absoluta en materia salarial del convenio de empresa, cuya razón es simplemente la bajada generalizada de salarios; la facultad que se otorga al empresario para que unilateralmente reduzca los salarios, sean pactados colectivamente sea en contrato individual; la rebaja radical del coste del despido, de 45 días a 20 días, además de la rebaja en el tope máximo de 42 mensualidades a un año; la desaparición de los salarios de tramitación en la declaración judicial de improcedencia del despido; y la eliminación de la autorización administrativa en los EREs, que la exposición de motivos impúdicamente justifica precisamente para que no se pacten indemnizaciones  superiores a 20 días año.
Todo ello implica un inmenso traspaso de rentas de los trabajadores a los empresarios, de miles de millones de euros, sin negociación ni compensación alguna. Más aún, con expreso desprecio por el Gobierno al pacto de moderación salarial incluido en el Acuerdo suscrito por sindicatos y patronal el 25 de enero pasado.
El segundo objetivo de la reforma es debilitar la posición de los trabajadores disminuyendo ostensiblemente las posibilidades de acción colectiva de los sindicatos. La derecha histórica española siempre ha estado enfrentada al movimiento sindical, salvo en la primera fase de la transición. Ahora de nuevo el PP y sus acólitos mediáticos han centrado su batalla  contra los sindicatos UGT y CCOO, a quienes consideran enemigos, quizás “de clase”, y como no pueden eliminarlos como hizo la dictadura, se busca desprestigiarlos ante los trabajadores y la ciudadanía, y quitarles poder como sujeto colectivo en las relaciones laborales, para individualizarlas.
Muchas son las vías. En mi opinión la más importante es eliminar la capacidad de sindicatos y empresarios para articular y estructurar la negociación colectiva, al dar prioridad en todos los casos al convenio de empresa, promoviendo su negociación sin presencia sindical, y devaluando los convenios de sector, que tienden a homogeneizar las condiciones de trabajo, defienden mejor a los trabajadores y evitan el dumping social; eliminando la ultraactividad de los convenios colectivos, de forma que por el transcurso de dos años desde el fin de su vigencia sin haberse pactado uno nuevo, todos los derechos que reconocía a los trabajadores, salariales, de jornada, etc,  resultado de años de negociación y lucha, “decaen”, se pierden y tienen que volver a negociarse en su integridad. La posición empresarial se ve así reforzada de forma absolutamente extrema, pues les será mucho más fácil alcanzar sus propuestas simplemente con que transcurra el tiempo, que juega siempre a favor del empresario.
La tercera pieza, vinculada a las anteriores, es el desproporcionado incremento del poder empresarial en todos los ámbitos de la relación de trabajo. Desde aspectos aparentemente menores, como la desaparición de las categorías profesionales, hasta el poder modificar las condiciones de trabajo alegando simplemente razones económicas “relacionadas” con la competitividad  o la productividad, sin prácticamente control judicial; el abaratamiento del despido y la facilitación de sus trámites; los descuelgues de los convenios sin acuerdo;  el incremento a un año del período de prueba en los nuevos contratos para emprendedores, con despido libre y gratuito; incluso la limitación de los derechos de las mujeres para conciliar el cuidado de sus hijos.
Nada hay que intente equilibrar, aunque sea mínimamente, los grandes recortes económicos y de derechos que se producen. El Gobierno alega que esta reforma posibilitará la creación de empleo, pero paradójicamente el propio Gobierno anuncia que este año se producirá un incremento de 630.000 nuevos parados. Esta reforma va a empobrecer a trabajadores y clases medias  y generar muchos despidos. Y con el draconiano ajuste fiscal de este año y del próximo, veremos cuántos nuevos parados generará la política del PP en el 2013.
Nunca desde el franquismo los derechos de los trabajadores habían sido tan duramente recortados. El ministro Guindos, en aquella escena en la que sumisamente informaba a sus jefes europeos sobre lo que estaban planeando, habló de una reforma “extremadamente agresiva”. Los trabajadores van a defenderse de esta agresión extrema y sin precedentes. Está en juego el futuro del Estado social.
Manuel de la Rocha Rubí es abogado laboralista y exdiputado del PSOE
Publicado en El Plural

19 marzo 2012

Democracia y privilegio

Antonio García Santesmases*

Ante la convocatoria de la  próxima huelga general se ha suscitado un debate acerca del lugar de los sindicatos en nuestra sociedad, un debate, sin duda, importante pero que amenaza con velar el auténtico problema de fondo: el modelo social que configura la reforma laboral que propone el gobierno. Por ello propongo al lector deslindar, desde el principio, los dos temas. Una cosa es la función de los sindicatos y otra la importancia del Derecho del trabajo a la hora de conformar una sociedad democrática.
Comencemos con el primer asunto. Los sindicatos convocan una huelga general que ni es la primera ni será la última. Una huelga general que tiene, sin embargo, unas características especiales. La huelga general del 14 de diciembre de 1988 se realizó en plena hegemonía del socialismo y marcó la  ruptura dentro de la entonces llamada familia socialista, una ruptura que marcaría para siempre las relaciones personales entre Felipe González y Nicolás Redondo. Estábamos en una época en la que el Partido Popular estaba bajo mínimos y en la cual, muchos medios conservadores, atribuían  al sindicalismo el papel de auténtica oposición ya que era capaz de  recoger las  demandas de la calle, olvidadas por la soberbia económica y política de una elite político-económica dispuesta a ser débil con los fuertes y fuerte con los débiles.
Aquélla fue la huelga más relevante de los años de gobierno de Felipe González, una huelga que se saldó, tras una negociación posterior,  con un gran éxito para los sindicatos; habían logrado parar el país, habían conmocionado a la opinión pública y fueron capaces de recoger el sentido de aquellas movilizaciones en un conjunto de conquistas para trabajadores, funcionarios y pensionistas.
Todo el que recuerda estos hechos  se asombra cuando escucha que las huelgas no tienen ninguna repercusión positiva, son inútiles, son ineficaces y no conducen a nada. Por recordar otra huelga con éxito no hay sino que pensar en lo ocurrido con el gobierno de José María Aznar y el destino que tuvieron los ministros Aparicio y Cabanillas tras el éxito de los sindicatos en la primavera del 2002.
Es igualmente cierto, sin embargo, que hay momentos en que las huelgas  no cambian los designios de los gobiernos. Pensemos en la huelga contra la reforma laboral de enero del 94 o en la huelga del 29 de septiembre del 2010. Se fueron aprobando reformas laborales que nos han llevado a la situación actual. La situación se puede resumir en algo que los sociólogos nos llevan advirtiendo durante años: no estamos asistiendo a un aburguesamiento del  proletariado, estamos ante una proletarización de sectores importantes de las clases medias. Este es el quid de la cuestión.
Estamos ante un  asunto de tal gravedad  que no es extraño  que se incrementen los miedos, las angustias, los agravios, y que se propicie  un caldo de cultivo donde se busca desesperadamente un responsable de todo lo que ocurre. Hay que decir que la búsqueda ha sido fructífera, parece que se ha hallado un chivo expiatorio: los auténticos responsables de lo que ocurre son los sindicatos. Es hora de ponerlos en su sitio, de demostrar a la opinión pública quien manda, y de no ceder ante sus reivindicaciones. Es el momento de ser firmes, de utilizar, si es menester, los aparatos policiales y de controlar los medios de comunicación estatales. Nadie es invencible. Sólo hay que tener determinación. Margaret Thatcher lo entendió así y supo encarar el combate con decisión reduciendo el poder de los sindicatos británicos. Mariano Rajoy no debe ser menos. Si es preciso debe llamar a lo  ciudadanos corrientes  a manifestarse para apoyar al gobierno y mostrar que la calle es de los que ganaron las ultimas elecciones generales.
Todo este conjunto de iniciativas muestran que estamos ante una huelga muy distinta a las anteriores. Aquellas huelgas marcaron puntos de inflexión en el 88 y en el 2002; ahora estamos ante el inicio de un conflicto social que nadie sabe como se va a desarrollar. Por el momento la derecha conservadora tiene un gran control de los medios de comunicación y sólo está preocupada por limpiar Televisión española de lo que denomina restos del zapaterismo. Con ese fuerte control ideológico nos encontramos con una opinión pública de izquierda que se tiene que refugiar en los medios digitales para poder contrarrestar la avalancha ideológica que trata de culpabilizar a las organizaciones sindicales de todo lo que ocurre. Para conseguir ese objetivo es imprescindible ganar la batalla ideológica y transformar el sentido de  las categorías que utilizamos para entender la realidad social.
Por utilizar una sola de esas categorías, que hay que recomponer para transformar su significado, recomiendo al lector que observe como se utiliza la categoría de privilegio. Durante decenios el privilegio se entendía como  el poder que emana de una herencia aristocrática y que permite a  los detentadores de ese  poder perpetuar su riqueza sin esfuerzo laboral alguno. Distinto es el privilegio de la clase burguesa que permite acumular  un capital industrial o financiero; este privilegio se asienta en una desigualdad que hay que ganar día a día a través de la lucha de clases.
Ese mundo de la aristocracia del antiguo régimen y de la burguesía capitalista fue  combatido por el movimiento obrero desde mitad del siglo XIX. A través de una lucha denodada por conquistar el sufragio universal en lo político y por asentar organizaciones sindicales en lo social, se fue consiguiendo que los sectores privilegiados se vieran forzados a pactar las condiciones laborales, el régimen salarial y la duración de la jornada laboral. Esa fue la gran aportación del Derecho del Trabajo. Se fue así fraguando un modelo de Estado en el que los derechos económico-sociales se extendieron al conjunto de la población y las oportunidades de vida se abrieron para todos. Para alcanzar ese modelo social hubo  que soportar dos guerras mundiales, vivir la experiencia del Fascismo y del Nazismo, hasta llegar a construir  un modelo de democracia que fuera atractivo para  los trabajadores ante la experiencia alternativa de los países del Este. El sistema se legitimaba afirmando que no era necesaria la revolución para poder alcanzar la dignidad en el mundo del trabajo y la igualdad de oportunidades para  el conjunto de la sociedad.
Desde hace años todo este universo comenzó a cambiar y los sectores conservadores se dieron cuenta de que el privilegio hoy sólo es posible para unos pocos, cada vez para menos y que los derechos no se pueden mantener. Había  que cambiar la lógica del debate social. Había  que oponer a los pobres con los nuevos pobres, a los excluidos con los trabajadores en activo, a los parados con los sindicalistas, a los padres con empleo con los hijos abocados al precariado. Una pieza esencial en este combate era mostrar que los derechos que tienen los que están dentro del sistema son “privilegios” que no se pueden mantener. No son derechos que ha costado mucho conseguir y que hay que preservar. No se trata pues  de incluir al que está fuera sino de lanzar al abismo al que está dentro.
Durante mucho tiempo se hablaba de la capacidad del capitalismo para integrar al proletariado a través del consumo de masas. Los proletarios de la sociedad industrial avanzada sí tenían algo que perder. No estaban abocados a la pauperización. Eran ciudadanos y consumidores; y por ello se  iban aburguesando paulatinamente ya que ellos mismos se vivían como clase media.
Hoy todo ha cambiado. Ya nada es seguro. Nadie sabe si el esfuerzo educativo conduce al empleo, si las pensiones están garantizadas, si se podrá mantener el sistema sanitario, si nuestros hijos vivirán como nosotros. Ante tal incertidumbre, ante tal angustia  los sectores conservadores han logrado  difundir la idea de  que los auténticos responsables de lo que ocurre son los cancerberos del mercado laboral, los responsables son  unos sindicalistas  que sólo tratan de defender sus privilegios y a los que los trabajadores reales  poco o nada importan.
Hay que decir que la difusión de esta idea puede acabar por imponerse y esta es una de las cosas que se juega en la próxima huelga general; mientras no se logre  mostrar a la opinión pública quienes son los auténticos privilegiados la batalla está perdida. Recomiendo al lector para empezar este trabajo que rescate una imagen reciente: en unas jornadas económicas  el  propietario de un gran medio de comunicación recibe obsequioso al presidente del Gobierno, acompañado por el presidente de una gran caja de ahorros. La imagen es inigualable. Juntos Bankia (Rato) y el grupo Prisa (Cebrián) acompañados por el cerebro económico de la CEOE (Iranzo) arropando a Rajoy.  Eran la viva imagen del privilegio económico influyendo en las decisiones del poder político.

Rodrigo Rato, Mariano Rajoy, Juan Luis Cebrián y Juan Emilio Iranzo (de izquierda a derecha), el pasado 6 de marzo, antes de participar en el Encuentro Financiero Internacional. / bankia.com
Han pasado días desde aquella foto y observo, con asombro, que nadie habla de los auténticos privilegiados, que la catarata mediática sigue centrada en intentar convencernos de que los auténticos privilegiados son los  sindicalistas, esos sindicalistas que quieren mantener unos privilegios que de una vez por todas hay que erradicar. La operación es clara: blindemos a la minoría auténticamente privilegiada y echemos a pelear a todos los demás.
(*) Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la UNED.